viernes, 10 de mayo de 2013

QUERER 

      A las once de la mañana, tocó el timbre de una casa situada en la calle paralela a la suya. Un saludo universal de cortesía y Amalia venció el miedo a mostrar inseguridad en esta nueva labor que le habían encomendado. Colocó la carpeta, después de sentarse en una silla al lado del señor con aspecto serio; empezó a hacer la primera pregunta y la extensión de la respuesta no la esperaba.

 —Cinco años hace que enviudé. Si le soy sincero, no me acuerdo de mi mujer. ¿Sabe lo que es la agonía de tener el ruido del mosquito, que no lo ves por la noche, y quieres que deje de sobrevolar tu espacio? Pues, mi señora se llamaba Angustias por algo. Se quejaba de mi forma de ser, odiaba la manera de comportarme y criticaba mis atuendos de día y de noche. ¡Un horror, mire usted! ¡A mí me iba a decir ella cómo tenía que vestir! En mis años mozos, las chicas se paraban por la calle para mirarme la raya del pantalón bien marcada, y los sombreros me los hacían en Italia, así como las camisas nunca consentí que las comprara en grandes superficies. ¡Angustias, cateta! A ver, señorita… Hizo muchas cosas por mí y me cuidaba, incluso sin querer. Sin embargo, ahora me siento mejor. La quise mucho, demasiado, y luego llegué a aburrirme de que me quisiera tanto. No sé si me está entendiendo… Uno, con esta edad, deja de expresarse en condiciones. No me gustaría que interpretase que no soy un señor. Fue una mujer muy bella, a la larga un plomo. ¡También lo sería yo!

 —¿Y tiene usted alguna enfermedad o necesita cuidados de algún tipo? 

—Hombre, cariño siempre hace falta. Angustias lo daba multiplicado por siete y me tuvo muy mal acostumbrado. Al principio, cuando murió, la eché en falta por las noches porque se encargaba de calentarme las sábanas y acondicionar la habitación. Soy muy friolero, ¿me comprende? 

 —No para de hablar de su mujer… ¿Dice que está mejor solo? 

 —¡Ay! Viudo, sí. ¿Cómo no voy a hablar de ella si me he pasado cuarenta años a todas horas con esa mujer detrás y delante de mí? Me ha preguntado por mi salud. Estoy sano, no tomo ni una pastilla al día y, como ve, no hay grasa, a pesar de que pase los días del sofá a la cama. El invierno aquí es aterrador y me muero de frío, nunca mejor dicho. No asomo la cabeza al exterior, me traen hasta el pan a casa. Me encantaría bajar al pueblo a tomar vino y jugar alguna partida divertida de cartas. Soy un profesional del mus. No puedo hacerlo porque las calles de esta ciudad las ha hecho mi enemigo y me cuesta admitir que me da cosa caerme. Reconozco la edad que tengo, sé mis limitaciones. 

 —¿No le gustaría que le acompañara alguien de nuestra empresa de vez en cuando? 

 —Si es gente joven… Verá, los viejos nos volvemos antipáticos y reclamamos atenciones improcedentes. Por eso, les va tan bien allí en Y griega. Somos una revolución de demanda. 

 —Señor, créame que no son antipáticos. Los considero una fuente de sabiduría. Mire, por circunstancias de mi vida familiar, no he tenido la suerte de compartir las sensaciones o pensamientos con personas mayores. Esta labor me está pareciendo asombrosa, pues, desde que era muy jovencita, les he tenido tanto respeto y admiración a ustedes que me resulta increíble la experiencia de cada mañana.

 —Está muy bien, es difícil trabajar en lo que a uno realmente le gusta y le hace sentir especial. 

 —Hábleme de tú, por favor. 

 —Anote en su carpeta mi posible candidatura a recibir los cuidados de su empresa. Quizás, Angustias hubiera querido que estuviera acompañado a ratos y debe de mostrar preocupación allá donde esté. Le pido al Señor que me dé fuerzas, porque como sea inaguantable lo que me manden a casa… Le digo que la llamo, señorita, para poneos como un trapo. 

 —Espero que no.

 —Estoy de broma, tengo humor inglés y los amigos de entonces no lo entendían mucho. ¿Podrían mandarme a un chico que me ayude a bajar despacio hacia las calles de terracitas y plazoletas? 

—Seguro. 

 —¡Vaya empresa que se ha montado el Lay! Y parecía un tontucio de chico…

 —La previsión de su presente hace labrar este futuro empresarial, señor. Muy amable y le doy las gracias por su tiempo. 

 —¿Ya se va? ¡Si llega a vivir Angustias le quedaba por lo menos un par de horas más de charla! Hablaba por los codos. 

 —Esta mañana tengo que cumplir con una visita más. ¡Hasta pronto, señor Romero! 

 —Encantado, un placer. 

        A la una menos cuarto, tocó el timbre de una casa situada cuesta abajo de la paralela a su calle. Le abrió una chica joven, Amalia creyó que se había confundido y, entre disculpas absurdas, se dio la vuelta para irse. La jovencita le corroboró la dirección postal, asegurándole que allí vivía el matrimonio Estévez; ella iba dos veces en semana a arreglarles la casa, en ocasiones, les hacia la compra y le decía que iba a sorprenderse, carente de otra información complementaria. Pasó con su carpeta, se sentó en el sofá que le indicaron y se bebió un vaso de agua sin acompasar la respiración. Luchó contra un atragantamiento repentino, hasta que una pareja de ochenta y tantos apareció en escena agarrados del brazo, cruzando miradas de primera vez, y el señor le dio cuerda al reloj parado de aquella sala en donde estaban los tres. Amalia recuperó el aliento e inauguró la ronda de preguntas. 

 —¿Cuántos años tienen? 

—Mi mujer tiene ochenta y tres. Yo tengo ochenta y uno sonreía sin poderlo evitar. 

 —Les veo muy felices… 

 —Sí, no se lo voy a negar. Sentí hacia ella algo que se escapa a razón alguna, me volví loco. Me siguió en mis precipitaciones, en mis indecisiones y me ha hecho tan feliz, que tengo quince años a esta edad cuando le pongo la mano en la cintura al saludarla en la cocina antes del desayuno. La señora Estévez enmudecía de alegría, manifestaba la emoción de su marido riendo a carcajadas. Su fuerza ayudó al comienzo de una charla encaminada hacia la coherencia, que siempre estuvo favorecida por el autoanálisis.

 —Parece que mucha gente dice la frase: Lo conocí por casualidad y se quedó a mi lado para siempre. Nuestra historia no fue, exactamente, la de esta cita universal, más bien podría calificarla en negativo. Sí, un desastre en los inicios. La rapidez solo es buena si existe un motor que te haga sentir la velocidad, por placer, cuando la necesites. ¡Volar deprisa! ¿No le gusta que un vehículo vaya tan veloz que alcance el límite del disparo de una lágrima y corte tu voz? 

 —Más o menos. Mi hija de siete años está entusiasmada con las pendientes de esta ciudad, pues piensa que queda atrapada por la velocidad. 

 —¡Qué linda! Él me pidió formalidad desde el principio y se la di sin tener que pensarlo. En pocos meses, estaba convencido de que me conocía y que su vida no la veía enfocada cerca de mí. ¿Cómo es posible? Repetía las mismas incomprensiones, por el cansancio de pensarlas en exceso. Ilógico. Estuve mimándolo, aun no estando bien de salud, y busqué la forma de que me conociera en un día a día, casi implorando la vuelta de esa extraordinaria obsesión conmigo que le enseñó el amor torrencial. ¿Y qué hizo? Jugar al escondite. Pasó un tiempo, mi cabeza situó la idea de que este joven no se enamoró de mí y fui una ilusión pasajera mal llevada. El futuro, que él vio tan unidos, era el presente que yo tenía en soledad. 

 —¡Vaya! 

      El señor salió al balcón. Frotó su cabeza y agarró con las dos manos el marco de la ventana que le sirvió de soporte para estirar la cintura, imitando a cualquier chaval antes del comienzo de un partido. Ella siguió diciendo: 

—Es muy tímido, discúlpale. 

 —Sin problema, —Amalia continuó después de volver a beber agua— Luego la historia se arregló; ustedes se dieron cuenta de lo que se han querido, se quieren y se querrán. En su casa me he encontrado a una buena pareja, que se sorprende con su amor como antaño.

 —Sí, señorita. Somos felices juntos. 

       Él volvió al sillón y le lanzó tal sonrisa a su mujer que Amalia perdió la noción del tiempo. El resto de preguntas estuvieron dirigidas a sus necesidades, las contestaciones fueron breves y pareció que la nueva apuesta de la empresa hubiera realizado la encuesta de calidad para enterarse de historias amorosas similares a los testimonios de ciertos programas radiofónicos nocturnos. Cuando salió de casa del viudo sintió lo mismo. Las dos situaciones antagónicas le habían servido de aprendizaje personal, ya le advirtió Víctor que sus funciones se convertirían en un entusiasmo diario y que pensó en Amalia por tener un carácter entregado a cualquier causa. Esta capacidad de entrega fue la que, curiosamente en su día, mantuvo largo tiempo agobiado al enfermero y toda actitud de Amalia se volvía dificultosa, chocante, adversa. Se cegó por la misma precipitación que el señor Estévez: desnudó su cuerpo demasiadas veces y afiló su alma sin sacarle punta a los errores, puesto que no es oportuno planificar sin dar cabida a vivir algún plan. Amalia aguantó, bajo una mirada estoica, con la paciencia que le había caracterizado toda su vida paseando por los pasillos de productos enfrentados. Punto y final. El problema surgió en el cambio de párrafo, aún resultaba imposible expresar una idea aislada y distinta de la anterior. No. ¿Víctor? 

 Soplo de aire ausente de frescura. 

 Un suspiro de aliento fugaz. 

         Estas historias interminables seniles suponían un recordatorio y albergaba la envidia en la madre de Rita, por no tener la ilusión que creía que se merecía. Cogió una rama de pino del suelo, se guardó varias piñas secas en el bolso, viendo la imagen feliz de la señora Estévez protegida por la mano rancia de su hombre. Las lecturas nocturnas le contaban amoríos rimbombantes y excéntricos, aquellos de los que hay que huir o salvarse echándoles sal. Se le olvidó tanto amor cultivado, al amparo de la mayor pérdida de tiempo pensando en nimiedades: El protagonismo de los sobres de azúcar. Hubo una temporada en que los azucarillos venían envueltos en unos sobres adornados con citas ilustres o dibujos de ánimo. Amalia se hacia un escueto cuestionario a sí misma; no lograba comprender que la sal no tuviera el mismo espacio que el azúcar. La causa pudiera ser la sobremesa o las horas del café, y que la cuchara se sintiera más contenta rozada por un azucarillo artístico. La sal marina acompaña al ochenta por ciento de las comidas, la encontramos en sobres de plástico diminutos o condensada en saleros de poco lujo. Por un momento, se imaginó haciendo sobres ilustrados para que la sal de su casa tuviera una presencia salerosa, acompañando al tenedor de turno y al plato que sirve lo más sustancioso de un hogar. Lo mejor sería no contarle a Rita esta abstracción mental porque la llevaría a efecto. 

            Redactó un informe acerca de las dos entrevistas, lo imprimió y dejó varias copias en la bandeja de administración, así los encargados de distribución las llevarán a los despachos asignados. Amalia guiñó el ojo a Saúl, una vez que se cruzaron por el pasillo de la central, sabía que su trabajo estaba bien hecho y solo faltaba esperar a que el viudo o la pareja de enamorados solicitara los múltiples servicios que tenía esta empresa emprendedora. El turno de Amalia no tenía escrito un número en el ticket de espera; era el eterno momento de progresar lentamente y demostrar su valía ante todos. Abrió otro documento en el ordenador al que llamó: Interpreta Acciones. En esa media hora muerta de café y azucarillo inmaculado, escribía impresiones acerca de las historias que estos mayores cuentacuentos narraban, valiéndose de un estilo limpio que ensalzara la verdad de los años vividos. Le dio tiempo a crear la ficción de la señora Violeta, recapacitó sobre la fortuna de escucharla. Los trazos del lápiz ante un temblor inoportuno en el papel; las letras torcidas semejantes a las de un niño en libros de caligrafía; la inconsistencia de las palabras de esta mujer acomplejada, que apenas puede admitir el paso de las estaciones y camuflaba el desamparo entre polvos de maquillaje. 

      Ante la gran noticia de la recogida de piñas secas, Rita cargó con la caja de botes de pintura, después de llenar una taza de agua que sería el soporte de enjuague para el pincel. La merienda estaba en otra taza esperando. La emoción provocó que Rita le hiciera poco caso a la trituradora de galletas, por lo que aquella masa condensada y reposada no tuvo buena presencia cuando las piñas ya vestían colores fuertes y sugerentes. Le echó más leche a la taza amarilla de la merienda y más agua a la taza negra del pincel. Sacó el pincel con la finalidad de que se secase muy limpio, entretanto apoyaba los codos en la mesa admirando sus piñas de Art Nouveau. 

 —¡Puag! ¡Madre, me he confundido! 

 —¿Qué pasa Rita? 

—Me he bebido un poco de restos de pinturas de la taza negra, no sé en qué estaría pensando… 

 —¿Qué dices? —Mami, no seas exagerada. Me he equivocado, en vez de coger la taza amarilla de la merienda, pues no he mirado bien y le he dado un sorbo fuerte a la taza negra donde estaba el pincel.

 —¡Hija, por favor! ¡Lo que faltaba! Hoy tenemos que ir a que te quiten los puntos de la frente y ahora me vienes con que te has tragado pintura y agua para merendar

 —¿Ya te has enfadado? Te repito que me he equivocado… A ver si crees que estoy encantada con el sabor que tiene mi boca… 

 —¡Respondona! ¡Anda, lávate los dientes! ¡Llegamos tarde y no lo soporto! 

 —¡Qué tensión! Subo. Por cierto, no hace falta que entres en la clínica porque me dejas en la puerta. Tú te vas a relajar a una cafetería cercana. 

—¿Y eso a qué viene? ¡Qué considerada, cariño! Soy tu madre, la otra vez estaba trabajando y no me avisaron. En cambio, hoy tengo que saber qué te dice el médico sobre la marca de tu frente. ¡Buen trabajo de corte y confección! 

     La mujer se reía sola, mientras su hija se arreglaba en la planta de arriba. De repente, escuchó a gritos:

 —Mamá, ¿qué llevas puesto? 

—El traje que tenía en la oficina, Rita. Me has visto al recogerte y en casa. ¿Qué te pasa? 

 —Yo pienso que podías darte una ducha y ponerte algo más informal, cómodo… 

 —¡Se nos hace tarde! ¿Quieres dejar de decir tonterías, ya? ¡Te ha afectado la mezcla de agua y pinturas!

 —Hazme caso. Por diez minutos que lleguemos tarde no van a impedirnos la entrada. 

 —¡Desde luego, parece que vas a la universidad con esa fluidez verbal! 

     La ducha no la veía viable. Se puso vaqueros y una blusa verde, que la niña había elegido en un día de compras por la nueva ciudad. Aquí, las tiendas conservan un estilo antiguo, acorde con el empedrado de las calles y la rusticidad de las casas. Las puertas toscas tienen buzones del siglo pasado, los enrejados de las ventanas están muy cuidados y los locales, por lo general, están basados en la explotación del pequeño comercio. La niña entró en la habitación de su madre e hizo un gesto tocándose la cara, pues le estaba dando a entender que se diera un poco de color. Amalia frunció el ceño, perfumó su cuello y las muñecas; se le escapaba el motivo de tanto interés por el acicalamiento y quería averiguar qué escondía Rita: su niña guardaba un secreto dentro de la clínica, ocultaba, a quien le ha visto nacer y le estaba viendo crecer, algo pesado e instigó a la cría del vestidito marrón, que disimulaba sentada en la cama, a confesar sin censura. 

—Rita, ¿Voy bien? 

—¡Perfecta! ¡Vámonos! 

 —Tienes prisa… Oye, ¿te acuerdas del nombre del médico que te atendió? Es que se me olvidó preguntárselo al secretario cuando me llamó desde la clínica. 

 —No. Apenas estuve con él y me mareaba un pelín. Lo que no se me borra es que me dio caramelos de un bote, ya te lo conté. 

 —Pues, a ver cómo averiguamos quién nos puede atender… ¿Era una clínica muy grande? 

—Demasiado. 

 —En recepción intentaremos salir de dudas. En la cita no aparece más que la hora y ya vamos con un retraso de diez minutos.

 —¡Mamá, extremista con la puntualidad! Así, estás más guapa. 

—¿Y qué más da si estoy más guapa? 

—Confía en mí. 

 —No, Rita. Vamos a perder mucho tiempo hasta que aclaremos con quién tenemos la cita. ¿La enfermera? ¿Te acuerdas de su nombre? 

—Enfermero —Rita empezó a sentir calor en sus mejillas— 

—¡Víctor! Amalia exclamó sin necesidad de preguntarle a la niña, que, por otro lado, se había incorporado de la cama con la intención de marcharse de la habitación sin decir nada. 

 —¡Tú y yo tendremos una conversación seria al volver! 

—¡Vale! 

      El trayecto a la clínica atrajo un nerviosismo intemporal, similar al que padeció cuando Víctor quiso, por primera vez, tomar unas cervezas con ella. En aquel momento, él sabía fingir peor la incertidumbre del qué pasará porque hablaba con nudos graciosos de timidez en la garganta. Hoy estábamos ante una cita médica rutinaria, todo puede transcurrir con absoluta normalidad, se sabrá actuar a pesar de que él evitó estar presente durante un tiempo y ahora sea ella la que opta por esta actitud. Las ciudades grandes tienen el reclamo de ayudarnos a pasar desapercibidos, si nos lo proponemos o nos escondemos de ciertas personas hasta que la casualidad pone el corazón en tu boca; queremos que éste vuelva a su sitio y, de la misma forma, deseamos que un reencuentro con el personaje se evite tirando de poderes de evasión. Cuando llegamos a casa, somos tan imbéciles que nos alegramos del reino de la oportunidad después de los años de desvío, pensaba la madre ayudando a salir a su hija del coche. La puerta de la clínica. Se ve un largo pasillo blanquecino. Rita corrió a abrir el destino. El mostrador estaba demasiado alto, no se le veía al otro lado. Amalia la alzó y preguntó por la cita con retraso de las siete de la tarde. Enseguida, las pasaron a la consulta del médico: era el mismo hombre simpático con envoltorios de caramelos nuevos, seguro que de sabores más ricos. La brecha de la frente había quedado en un susto, una señal decente y discreta, casi minúscula.

 —Gracias por habernos atendido, sé que llegamos tarde. 

 —¡Ah! La niña está muy bien y es lo que importa. Puede irse tranquila, señora.

 —Es la primera vez que me llaman así. 

 —¿Cómo? 

—¡Señora! Me ha hecho gracia. 

 —Perdone si la he molestado. Disfruten de una tarde de sol, porque en esta sierra nunca se sabe qué tiempo va a hacer. 

 —Ni lo que va a pasar con el tiempo... ¡Gracias, por su amabilidad! 

—A ustedes. ¡Rita, coge un puñado! —le dijo el médico, viendo que en la mano de la pequeña cabían cuatro o cinco. 

      Los caramelos quedaron esparcidos por el pasillo; Rita hizo un sprint, rematando la llegada a la puerta de enfermería con un resbalón final de brazos abiertos. La madre recogía los dulces y, una de las veces que subió la mirada después de agacharse, se encontró el impacto de la cara de su hija anunciándole la presencia del enfermero. Subió su cuerpo elegante e hizo un gesto catalogado en una página exclusiva. Apretó la mandíbula, abrió los orificios nasales y dio salida a una sonrisa poco meditada. 

 —¡Hola, Víctor! 

—¡Qué guapa! 

     La voz de este hombre fue un torrente de insinuación, sus manos encogidas entonaban el mea culpa. Al instante, ella comenzó a ver una cantidad de imágenes con palabras de olvido frente al Víctor sanitario, que sí supo curar la herida de Rita, puesto que en la niñez, cuando nos golpean, se nos olvida el daño en cuestión de minutos, lo que dura la llantina animal. Amalia olvidó el empujón, que Víctor le dio en su día, en un pasillo del aeropuerto cuando decidió que el final tenía que llegar como el principio. Ya le hubiera gustado que algún enfermero le cosiera la herida de su frente. A un hilo le cuesta romperse, a no ser que lo quemes o lo cortes. Amalia no olvidó el amor. Usar otro término es ridículo. Esas intimidades terminaron caducadas de tocarlas a menudo, y nunca quiso conocer a otra persona. Eligió resistir en su fidelidad incoherente. La pequeña se situó entre los dos, lucía la marca en los giros de cabeza para observarles y pellizcaba la nalga de su madre. 

—¡Te ha pasado por no querer invitarme a la casa de la sierra! 

 —¿Qué quieres que te diga? Agradezco mucho tu ayuda, pues no tendría el trabajo. Rita, como te dije por teléfono, está muy contenta en el nuevo colegio y ya te habrá puesto al día cuando os conocisteis. 

 —Amalia, esta mocosa y yo guardamos el secreto de la casualidad para que se produjera un encuentro. Por otra parte, delante de tu hija, te pido perdón por mi comportamiento anterior y sé que no tiene justificación. La ausencia, el silencio… Lo siento. 

 —Víctor, en un centro de salud no quiero explicaciones. Ha pasado mucho tiempo. ¿Estás bien? ¿Feliz? Es lo único que me importa. 

 —¡Cómo eres! Sí, estoy bien. La felicidad sabe fuerte a tabú —él sonrió desesperanzado— 

—¡Nos vamos, te estamos entreteniendo! 

 —Cuando llegue a casa te llamo. 

 —Aplazamos esas ganas, mejor… —comentó ella tocándose el pelo y sujetando por la camiseta los impulsos de la hija. 

          Rita no dijo ni una palabra sobre lo que acababa de ocurrir. Un día de juegos con Marga, había visto un cronómetro que ahora buscaba por toda la casa. En uno de los cajones de la mesa baja del ático estaba el tesoro. Se lo colgó del cuello y bajó las escaleras gritando el nombre de su madre. Al no localizarla de inmediato, cogió del bolso los caramelos salvados y puso a cero el aparato medidor de segundos. Abrió el envoltorio verde, metió lo de dentro en la boca e inició la cuenta. Aunque hubiera vivido la tensión del encuentro entre su madre y el hombre secreto, se le cruzó la idea de contar el tiempo que tardamos en saborear un caramelo hasta que desaparece. Precisamente, el de manzana no era el sabor que más le gustaba y podía repercutir en más o menos tardanza hasta que se consume el azúcar fusionado con el colorante y la esencia. El caso es que Rita tardó cuatro minutos y veintitrés segundos en la prueba, se había fijado la regla de no poder morderlo y limitarse a darle oficio a la lengua, al paladar y a la saliva. Volvió a poner a cero el cronómetro, quería comprobar el record de su madre. La vio en el pasillito del jardín fumándose un cigarro y moviendo las piernas.

 —¿Por qué fumas? 

 —Absurdeces, Rita. Dicen que ayuda a calmar los nervios y dejé de fumar hace demasiados años. Me noté que me faltaba el aire, la ansiedad asquerosa. Abrí una cerveza y animé las ganas de un cigarro, que es lo peor que puedes hacer cuando te falta el aire. Los mayores hacemos tantas tonterías… 

 —¡Anímate! Víctor se alegró de verte, mami. Te estaba buscando… Quiero que te metas un caramelo en la boca mientras cuento con el cronómetro el tiempo que tardas en comértelo. 

 —¡Déjame, hija! 

—¡Colabora un poco! 

        La madre desenvolvió el papel de color morado y esperó a que la niña le indicara las reglas a seguir. Estaba poniendo poco interés en el experimento científico de Rita. Diez minutos tardó en terminar la saliva de recibir la dulzura con aromas violáceas, quizás porque Amalia paraba el caramelo en un sitio determinado y dejaba descansar este mareo, o podría ser por causa de inapetencia generalizada. La hija paró el cronómetro. Se aburrió. Decidieron salir de nuevo a comprar algo que nunca podía dejar de estar presente en su hogar: jazmines, margaritas, lirios u hortensias. Otros rincones están salvaguardados con grandes cactus; en ellos colgaba carteles originales de No tocar, puesto que la niña de siete años se sentía tentada por si algún día conseguía salir ilesa. Había once pasillos repletos de flores organizados según la gama de colores de una paleta natural. En otra sala encontraron plantas, maceteros, semillas. Rita paseaba por el pasillo rojo, su madre prefirió el blanco porque sabía las flores que iba a comprar y, a medida que las iba cogiendo, las tachaba de una lista de tareas. Se ha perdido. Amalia no la encuentra. Decide recorrer, uno por uno, los pasillos con el orden que le permitía el despiste de no haber estado pendiente de la niña. Muchas flores rosas, desde la tonalidad más tenue a la más intensa, agobiaron a la madre en busca de su hija. En el último pasillo, a punto de llorar, encontró a Rita jugando a echar tierra de un macetero a otro muy bien vigilada por girasoles altos. 

 —¡Hija, por favor! Algún día del susto no sé qué va a ser de mí… 

—Con tantas flores, mami, es para estar aquí un montón de horas. 

 —Verdad, pero no te separes de mi lado. 

 —Has visto muchas películas malas de secuestros. Tranquila, a los sitios con flores no puede venir nadie malo. ¡No pega! ¡Cuántas flores nos llevamos esta vez! ¿Puedo elegir las mesas, yo? 

 —Sí. He decidido que voy a poner algunos jarrones en el suelo con estas hortensias. Tú me dices dónde los colocamos, ¿vale? 

—¡Guay! Lo que pasa es que vaya caminata nos espera cargando con todas las flores.

 —Todo el que nos mire nos verá más guapas con las flores. No implica tanto ejercicio, pequeñaja —golpeó sin fuerza su culo para que se adelantara y hacer cola en la caja. 

     Al día siguiente cuando se despertaron, miraban embobadas las flores repartidas y se acordaban de lo divertida que había resultado la parte de la tarde en que cortaron tallos, decoraron las regaderas, buscaron espacios e hicieron fotos. Amalia entró en la central cargada de papeles, que no le había dado tiempo a revisar la noche anterior. Flores anti-temores. El señor Lay quería verla en su despacho; ella pensó que iba a echarle la bronca por no haber traído los deberes hechos, pero se equivocó. Le iba a proponer una nueva misión. Fernando cumplió los noventa y llevaba varios años dependiendo de una silla de ruedas, después de una fractura de cadera complicada que se unía a la imposibilidad de rehabilitarse por completo para poder andar. Aun así, quería seguir planificando viajes y era lo que le mantenía ilusionado gran parte de cada año. Desde que fue a Londres, cuando tenía veinte años, supo aprovechar los días de maleta y suelo desconocido. Entonces, compró un mapa, tamaño póster, que llenaba de leyendas coloreadas una vez que volvía y aprendía de la nueva experiencia viajera. Habitualmente, tuvo todo tipo de acompañantes que disfrutaron de las aventuras como él: su mujer hasta que se divorció, sus hijos que se cansaron porque empezaron nuevas vidas o algún amigo engañado tras una noche de copas. La cadera le impidió seguir en su conquista de países, también la falta de compañía y el desinterés de los que le rodeaban. Al ver un anuncio de Y griega, cogió el teléfono y estuvo hablando con Esther sobre su inquietud por aprender de otros pequeños mundos. La telefonista le pasó con el departamento de viajes, que decidió estudiar la forma para que este buen hombre consiguiera disfrutar en Perú. Había leído en uno de los libros de historia, aireado de la biblioteca, que el nombre de este país fue un malentendido de los primeros españoles llegados a la tierra desconocida, es decir, éstos preguntaron a los indios qué estaban pisando: Virú. Fue la contestación de los que se aferraban a la cultura pre-inca de su país, pero los españoles entendieron Perú, y así quedó bautizada cuando Francisco Pizarro la renombró. Otras teorías se contraponían a ésta, aunque a Fernando la que le pareció más adecuada fue Virú versus Perú. Documentado a conciencia, se quedó tranquilo al saber que contaría con la ayuda de la empresa. 

     El señor Lay hacía partícipe a Amalia de este caso, mientras analizaban el perfil del señor, y le acabó sugiriendo la posibilidad de ser la candidata para acompañarle. Ella no se lo pensó. 

—Me encantaría, pues puede resultar un paso muy importante. Apenas he tenido la oportunidad de salir a conocer mundo y Fernando me conmoverá entre muchísimas aventuras, recorriendo un país interesante.

 —No se hable más. Te dije que tu trabajo no se limitaría a coger el teléfono. Eres una mujer valiente, con mucha iniciativa y siempre voluntariosa. Decidido… Hagamos los trámites pertinentes. Hay que escoger la fecha de vuelo y planificar los días de recorrido. Ten en cuenta que vas con una persona dependiente, aunque no lo muestre e intente rejuvenecer los momentos del día que pases junto a él. Suele ocurrir que le quitan trascendencia. Apóyate en el asesoramiento del equipo de trabajadores sociales; ellos te orientarán mejor, también sabes que, cuando estés allí, tienes vía libre para consultarnos a cualquier hora. 

 —¡Oh! Ahora me está entrando un poco de miedo. ¿Es normal, señor Lay? 

—Es lo más adecuado. La prudencia, Amalia, así como la indecisión, no están reñidas con ese poder que emerge de las personas valientes. Es tu momento; quiero decir que tuviste el valor de dejar un mundo y encontrarte con otro diferente. ¡Qué menos! Tengo la obligación moral de darte espacio, si he visto la dedicación plena y una valía, que debemos explotar, desde que llegaste. 

 —¡Oh! Empiezo a repetirme… Señor, sus palabras… ¡Muchas gracias! ¡Voy a llamar a don Fernando! 

     La mujer hizo un gesto conocido por el espejo del pasillo. Sacó la lengua y abrió los ojos profundos, que dejaron ver su luz particular hasta el final. ¿El final de qué? Desde este espejo se reflejaba el protagonismo de Amalia y, detrás de ella, se veía la longitud estrecha de dos paredes enfrentadas incapaces de otorgar amplitud. El pasillo desembocaba en la central y, en sentido contrario, conducía a los baños solicitados a todas horas del día. Desapareció su figura, porque se dio la vuelta y ya no pudo contemplarse más, y el espejo siguió mostrando la simpleza de las paredes. Un gesto de grito, el ruido alocado no debía atreverse a emitirlo. El gesto indicándolo, solamente. Al decirle lo que le había pasado a Esther, la compañera alzó los brazos en señal de triunfo y atendía una llamada. Colgó el teléfono, anotó alguna historia, acercó su silla a la mesa de Amalia. 

—¿Ves? 

 —¿Qué? 

—Sabía que pasaría… 

—¿Qué iba a pasarme? 

—Amalia, el avance y el progreso de una chica nueva en la empresa. Estoy orgullosa de ti. No te conozco, sería una insensatez decirlo, pero estaba completamente segura de que subirías peldaños. No es que yo me conforme con poco, no. Sé que me dirás que puedo hacerlo igual que tú. Monsergas… Soy incapaz de aceptar un viaje a Perú, me moriría de miedo. Y dices con un hombre de noventa años… ¡Madre! El señor Lay percibe todo eso: ha visto en ti la fuerza de la superación. ¡Ay, Perú! 

 —¡Qué nervios! Casi ni puedo hablar… Perdóname. Y debería recuperar mi labia… La llamada a Fernando no la dejo para mañana. 

 —No, mejor no. Oye, ¿y la niña? Quiero decir… ¿Con quién la dejas? Si tienes problemas o me necesitas cuenta conmigo. 

 —¡Ahí va, Rita! ¡No quiero que pienses mal! ¡Se me había olvidado mi hija por completo! ¡No puede ser! 

—¡La emoción! 

 —¡Uf! Voy de nuevo al despacho de dirección, Esther. 

 —¡Quieta! Vas al viaje… 

 —En siete años, Rita no se ha separado de mí. Alguna vez, durmió en casa de su amiga Rosa en la otra ciudad, pero no está acostumbrada. Todavía es pronto para que esté quince días sin mí. Aquí, nueva vida, y yo tan lejos… 

—¡Amalia, reacciona! Han pasado meses y la adaptación de la cría ha sido perfecta. Momentos nuevos siempre pasarán, da igual donde estés ubicada. Esos días puede quedarse con alguien. Mujer, me acabo de ofrecer. 

 —Muchas gracias, Esther. Voy a consultarle qué le parece la propuesta que me han hecho y si cree que puede estar sin mí. ¡Es pequeña, mi niña! 

 —Te ha demostrado, sin intención de hacerlo, que es una niña mayor. ¡Anda, vete a casa! 

      Rita no paró de hablar y tenía a la madre abstraída de camino a casa. Las pendientes, a base de entrenarlas a diario, ya no cuestan igual que antes. Subieron al ático, pretendían hacer una merienda especial; Amalia había comprado dulces de hojaldre y una guía de viajes del Perú, que había guardado envuelta en la bolsa para que no la descubriera la pequeña antes de hablar con ella. A finales de abril, el cuerpo pedía tazas llenas de leche fría, arropadas con olores florales en días cambiantes. Abrir las ventanas del ático, a estas alturas, era todo un enigma temporal en la ciudad: del agua tenue al sol sin fuerza; un poco de calor intenso y un frío que empieza a despedirse. El muerdo a un dulce de hojaldre es decepcionante. Es tan frágil su consistencia, que el desmoronamiento y la desfiguración del pastel se produce la primera vez que los dientes toman partido. El gusto está después, cuando el dedo de Rita pega las migajas y se las lleva a la boca. No se puede dejar nada de hojaldre esparcido por la servilleta. 

 —¡Ya he terminado! Bajo a buscar el cuaderno, que tengo deberes. 

—Espera, hija. Hoy me ha pasado algo en el trabajo y te lo tengo que contar. 

—¿Te han echado, mamá? 

 —¡No! Al contrario… Me han ofrecido un viaje de acompañante. Un señor de noventa años y yo nos iríamos a Perú dentro de dos semanas. 

 —¡Hala! ¡Qué lejos! 

 —¿Te parece mal que lo acepte? 

—Que va, creo que tienes que hacerlo. El señor mayor va a estar muy bien cuidado gracias a ti, mami. 

 —¡No sé ni qué hacer contigo de lo orgullosa que estoy de ti! 

 —¿Por? 

 —Madurez, responsabilidad, seguridad… Eres muy pequeña para asumir esos factores muy influyentes en el mundo de los adultos, Rita. 

 —¡Bah! ¿Y dónde me quedo? ¿O quién viene? 

 —Había pensado que podías estar con mi compañera Esther, aunque sé que no la conoces demasiado. 

—Hombre, aquí es imposible que conozcamos a alguien ni a medias. Solo llevamos meses junto a esta ciudad. Mami… Yo… Igual, pienso que… 

 —¡Dilo! Claridad, hija. 

 —Me gustaría quedarme en casa, o de lo contrario irme a vivir esos días con Víctor. 

 —¿Qué dices? No sabes nada de este señor, solamente te ha curado una herida. Él estaría encantado, lo sé. Lo que pasa es que su horario, a lo mejor, no puede amoldarse al tuyo del cole. 

 —¿Lo llamamos? Si él dice que no, me quedo con quien tú quieras. 

 —¿Por qué? ¿Tiene que ser él? 

 —Sí, me protege. Y tú te quedarás tranquila, mami. Lo sabes… 

 —Estaría tranquila si estuvieras con Esther. Nosotros tuvimos una historia, cariño. Pasó mucho tiempo y no puedo cargarlo con mis responsabilidades siendo quien es. Amigos, nunca. Se preocupa por mí de manera distinta a como lo haría un amigo. ¿Lo entiendes? Siempre será más que eso y nunca llegaremos a superar con normalidad que el amor entre nosotros surgió. 

 —¿Por qué no se puede superar? 

 —No preguntes más. 

 —¿Entonces? ¿No lo vas a llamar? 

     La niña soltó una lágrima intencionada y Amalia se sorprendió ante una reacción que, por mucho que se trate de asimilar, no se entiende. ¿Qué había hecho este hombre, en menos de una hora de cura, para que su hija estuviera loca por él? Sonrió y se levantó a cerrar la ventana. La luz del ático le cegaba la vista y, precisamente, estaba viendo más de lo que quería. Le dio un beso de madre en la frente, justo donde estaba su diminuta marca. Cogió la guía y la puso entre las piernas de su hija. 

 —¡Échale un vistazo! Aquí estaré, Rita. Voy a llamar por teléfono a Víctor, ¿de acuerdo? 

 —¡Bien! 

    Él aceptó, de la misma manera que Amalia se entusiasmó con el trabajo que iba a darle Fernando y olvidó sus circunstancias al escuchar la oferta. Víctor iría a visitarlas el fin de semana. Volvió a subir las escaleras, forzando un paso nuevo. Se convencía, antes de hablar con la niña, de que estaba obrando bien y sobre el presente recordaba que tiene un sol distinto, del color que Rita lo coloreaba sin salirse de las líneas. Una línea de actuación de la pequeña que hacía recapacitar a su madre acerca de este viento a favor, pegado a su cara, con olor a corteza seca de pino. El ambientador más vendido no había que comprarlo en la sierra; la naturaleza ignora el precio del mercado y, por desgracia, tasamos su valor incalculable haciéndola un producto de explotación a nuestro servicio. 

  Itinerario fijado. Arequipa, Cuzco, Machu Picchu, Río Amazonas, Lago Titicaca y Lima. Una mesa llena de post-it que avisan sobre las estrategias a llevar a cabo, de las cosas que no se pueden olvidar y de los contactos que Amalia no podía perder. Había organizado el viaje bien, pero la maleta fue un caos de ropa que se lleva por si las moscas y luego ni se aprovecha. Nervios. Sudor. Intranquilidad. La noche anterior había hablado por teléfono con Fernando casi dos horas: el señor le contaba cuando estuvo en la mayoría de los países y todo lo relevante para que un viaje se convierta en especial. Destacaba la actitud, pues no siempre vas a descubrir lo desconocido y debería mentalizarse de que pudiera ocurrir que un día las cosas no salgan como estaban previstas o que los planes organizados tengan que cambiarse, debido a las condiciones atmosféricas o por problemas de incomunicación. Era él el que colmaba de consejos a la viajera inexperta, se suponía que ella llevaba el timón del rumbo orientado hacia el Amazonas. El pasillo de facturación incluía vistas a estilismos variopintos. Amalia empujaba la silla de ruedas mientras se reía con Fernando. 

Empezamos la aventura. No se imagina las ganas que tengo de este viaje. ¿Sabe, don Fernando? Soy una maniática de la expresividad, me quedo mirando absorta los cambios de movilidad en la fila de turno. Todo el mundo tiene prisa. ¿Por qué? Ya sea comprando el pan o esperando a que nos coloquen en nuestros respectivos asientos del avión, todas las caras denotan cierta intriga porque las cosas se resuelvan a la voz de ya. 

 Sí, mujer. Quítame el tratamiento de don porque me hace pasar poco desapercibido. Verás, puede ocurrir que la señora que compra pollo en la carnicería esté pensando en lo mucho que le va a gustar a sus hijos cuando lleguen del colegio, y por eso sus muecas son de impaciencia. La prisa en la cara de un viajero puede ser la misma que de una señora que hace cola en grandes almacenes y, al mismo tiempo, muy diferente de la de otro viajero que va detrás o delante de él. ¿Por qué? Todo está relacionado con la frecuencia y la sorpresa. Cuando queremos sorprender o vivimos un nuevo momento las facciones son rápidas, inciertas. Me atrevería a decir que afean. De lo contrario, si una mujer va todos los días a esa cola a comprar los mismos productos sus arrugas de la frente no pasan factura, los bostezos se presentan sin querer. Los viajeros que pisan el mismo destino varias veces por negocios o placer, se acostumbran a que la sorpresa les abandone. La rutina, hija. Siempre he pensado que hay que darle originalidad a lo cotidiano para no convertir tu mundo en aburrido. No vivimos el mundo de los demás, sino el nuestro. De rebote, nos salpica la ola de los más cercanos y puede determinarnos en que esas muecas sean muy cómicas o muy trágicas. ¡Vete tú a saber! Fíjate en la señora que se ha negado a formar parte de este pasillo y está sentada en el banco… 

 Observo que está cansada. Y luego pienso: ¡Señora, se va a Perú! Yo estoy como un globo dejado de la mano de un niño. ¡Qué bien lo vamos a pasar! ¡Qué bonito, don…! Perdón, Fernando. 

 ¡Claro, no lo dude! Esta señora que le digo tendrá una historia detrás y le están impidiendo ser consciente de que está viajando a Perú. ¡Una pena! 

Sí. Fernando, yo he estado así en más de una ocasión. 

 Y todos, Amalia. No tiene precio el momento en que nos damos un par de cachetes en la cara. Despertamos las ganas de disfrutar todo lo que antes nos estábamos perdiendo, inconscientemente. 

¡Hasta pronto, España! dijo Amalia antes de volar.

sábado, 30 de marzo de 2013



Una novela de María Soriano García


Diseño web/blog e ilustraciones de ZEPPELIN.
Dinamización: Pedro Wichard.

El mundo editorial es complicado y solo tengo un deseo fácil: que lean esta historia. Una novela que va a ser publicada como si caminaras por los pasillos de una vida cualquiera. 
Espacios largos y estrechos de tiempo para Rita.